sábado, 5 de noviembre de 2011

Todos los viernes cojo el autobús para ir a mi pueblo.
La hora de salida del autobús es las tres y media.
Yo salgo a las dos y media de clase, voy corriendo a casa, hago la comida, como, recojo la mesa, hago la maleta y voy corriendo hasta la estación, donde llego a las tres y media puntual como un reloj.
Entonces espero.



Espero.



Espero.



Espero.



Espero.


Y treinta minutos después (de media, la última vez han sido cuarenta), sale el autobús, al que tienes que esperar en la parte de dársenas (en la calle, y si hace frío te congelas tranquilamente), porque nada te avisa de que el autobús llega, así que tienes que estar pendiente.
No sabes de qué dársena sale, porque cada semana es una, hay que vigilarlas todas.
Si no hay plazas suficientes, mala suerte, porque no se pueden sacar los billetes con antelación en la taquilla ni por internet, se compran en el mismo autobús en el momento.


Esta semana han cambiado el autobús y han puesto uno un poquitín más grande.... que no va. Ayer se paró en medio de la carretera y no quería volver a arrancar.
Eso puede pasar con cualquier vehículo... pero según el conductor ya van tres veces esta semana... y la empresa no lo lleva a arreglar ni lo cambia.

Así que allí estamos, en mitad de la carretera, metidos en un autobús que no va.
Quince minutos de intentos de arranque, el conductor llama a su jefe, que no hace nada.
Más intentos de arranque, hasta que a los veinte minutos del parón, el autobús arranca milagrosamente.

Total: llego a casa una hora tarde.

Y la gente monta el pollo, se enfada, insulta... y cuando llegan y pueden reclamar todo el mundo tiene mucha prisa.

Hasta el viernes que viene, que todo sigue igual.

Mira que somos tontos.

Pero tontos, tontos, tontos.

Insultar al conductor no sirve de nada.

Perder diez minutos completando la hoja de reclamaciones.... bueno.... tal vez ayude algo... o tal vez tampoco valga de nada.... pero hay que intentarlo.



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